06 febrero 2009

Corre, Conejo

Él desdobla cuidadosamente su americana, la lleva al armario y saca una percha del alambre. El armario está en la sala y la puerta no se abre del todo porque el televisor está delante. Procura no tropezar con el cable que está conectado a un enchufe que hay al otro lado de la puerta. Una vez, Janice, que es particularmente torpe cuando está preñada o borracha, se hizo un lío con el cable y los pies y estuvo a punto de tirar los ciento cuarenta y nueve dólares que costó el aparato al suelo. Afortunadamente él llegó a cogerlo cuando todavía se balanceaba en la mesa metálica y antes de que Janice saliera dando patadas, presa de uno de sus ataques de pánico. ¿Por qué se ponía de aquella manera? ¿De qué tenía miedo? Amante del orden, Conejo inserta cuidadosamente los extremos de la percha por las mangas de la americana y con su largo brazo la cuelga junto a su otra ropa. Se pregunta si tendría que quitar el distintivo profesional de la solapa, pero decide que se pondrá el mismo traje al día siguiente. Sólo tiene dos, aparte del azul oscuro que da demasiado calor en esta época del año. Empuja la puerta hasta oír el chasquido que produce el muelle al cerrarse, pero después se abre otra vez un par de centímetros. Puertas cerradas. Le amargan la vida: su mano tiembla en el pomo como si fuera la de un anciano, y ella sigue sentada en el sillón oyéndole forcejear.

Extracto de Corre, Conejo, novela de John Updike fallecido hace unos días.

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