23 abril 2009

Un libro

Yo también quiero participar de algún modo en esta fiesta del libro, hoy es el Día del Libro, y para ello voy a dejar una pequeña muestra de uno de mis libros favoritos. Se trata de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, y que para mí supone uno de los textos más maravillosos que he leído a lo largo de mi vida.

Rebeca lo acompañó hasta la puerta, y luego de haber cerrado la casa y apagado las lámpara, se fue a su cuarto a llorar. Fue un llanto inconsolable que se prolongó por varios días, y cuya causa no conoció ni siquiera Amaranta. No era extraño su hermetismo. Aunque parecía expansiva y cordial, tenía un carácter solitario y un corazón impenetrable. Era una adolescente espléndida, de huesos largos y firmes, pero se empecinaba en seguir usando el mecedorcito de madera que llegó a la casa, muchas veces reforzado y ya desprovisto de brazos. Nadie había descubierto que aún a esa edad, conservaba el hábito de chuparse el dedo. Por eso no perdía ocasión de encerrarse en el baño, y había adquirido la costumbre de dormir con la cara vuelta contra la pared. En las tarde de lluvia, bordando con un grupo de amigas en el corredor de las begonias, perdía el hilo de la conversación y una lágrima de nostalgia le salaba el paladar cuando veía las vetas de tierra húmeda y los montículos de barro construídos por las lombrices en el jardín. Esos gustos secretos, derrotados en otro tiempo por las naranjas con ruibarbo, estallaron en un anhelo irreprimible cuando empezó a llorar. Volvió a comer tierra. La primera vez lo hizo casi por curiosidad, segura de que el mal sabor sería el mejor remedio contra la tentación. Y en efecto no pudo soportar la tierra en la boca. Pero insistió, vencida por el ansia creciente, y poco a poco fue rescatando el apetito ancestral, el gusto de los minerales primarios, la satisfacción sin resquicios del alimento original. Se echaba puñados de tierra en los bolsillos, y los comía a granitos sin ser vista, con un confuso sentimiento de dicha y de rabia, mientras adiestraba a sus amigas en las puntadas más difíciles y conversaba de otros hombres que no merecían el sacrificio de que se comiera por ellos la cal de las paredes. Los puñados de tierra hacían menos remoto y más cierto al único hombre que se merecía aquella degradación, como si el suelo que él pisaba con sus finas botas de charol en otro lugar del mundo, le transmitiera a ella el peso y la temperatura de su sangre en un sabor mineral que dejaba un rescoldo áspero en la boca y un sedimento de paz en el corazón.


Animo a toda aquella persona que ame la lectura que se haga con un ejemplar de esta novela y la lea.

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